Ahora no se puede acceder a la fosa común

Me acabo de acordar de algo que me pasó cuando era pequeño con un conocido de la familia, un joven conflictivo al que mi padre –pastor protestante- estaba ayudando. Recuerdo que, paseando por un cementerio – ¿pero qué hacíamos allí?- me llevó a la fosa común, abierta por entonces, y donde echaban a los muertos que no habían tenido posibilidad de pagarse un rincón en este lugar. Nos acercamos, y no había ninguna valla que lo protegiese. Era un agujero lleno de montones de ropas, tierra, y alguna basura del lugar. De pronto, se subió encima de los montones y empezó a saltar. Yo no tenía ni idea de lo que hacía ni de dónde estaba montado.

- Corre, móntate, mira que blandito esta esto.
- ¿Qué hay debajo?
- Nada... pero corre, mira como boto.

Me subí al montón de “basura”, y tenía razón, botaba.

Así que allí estaba yo, encima de esos torsos desnudos, de esos brazos, piernas, cabezas, ropas y tierra, como si estuviera en una feria de barrio, encima de una cama elástica. Fue una sensación rarísima, y todavía, si me pongo, puedo recordar la sensación de lo que tenía bajo mis pies. Cuando se lo dije a mi padre, se puso terriblemente furioso. Me dijo que si yo sabía lo que había allí, yo le dije que no, y prefirió callarse, hasta algunos años después, que me lo dijo. Cuando lo hizo, me entraron escalofríos por todo el cuerpo, pensando la cantidad de personas muertas que había pisoteado en un momento.

Ahora no se puede acceder a la fosa común.

Extracto de la novela "La ciudad del silencio", por David Bea