Tiempos confusos

Vivimos tiempos confusos. Y como esta frase también puede despistar de tanto usarla, digámoslo de otra forma: Confundimos unas cosas con otras. En estos días de relativismo social, ambigüedad moral sin límites y un racionalismo vulgar a falta de algo mejor, nuestro ombligo crece hasta convertirse en el centro de la tierra que nos rodea. Una mezcla de cinismo vital, materialismo nada sutil y autocompasión no reconocida ha formado nuestros caparazones, tan descoloridos como frágiles. Para aderezar bien la ensalada mental a la que hemos sometido nuestras vidas, vertimos grandes cantidades de lo que es, a ciencia cierta, nuestro mayor enemigo: La prisa. Si las cosas no toman la velocidad indicada por las reglas no escritas de un mundo en expansión hacia sí mismo, perderán todo su valor ante una sociedad implacable con sus prójimos.

Enfrascados en esta locura de vida, o en esta vida alocada, perdemos de forma atroz la perspectiva de nuestro lugar, y aún de nuestro papel en la tierra. Con esta pérdida, arrastramos toda la profundidad de una existencia que -en contra de lo que hoy en día tratan de meternos con calzador esas mentes obtusas y oscurecidas- debería subsistir de manera natural con sus mal llamadas pequeñas cosas: La alegría de la luz, el misterio del nacimiento, los colores de las estaciones, la misericordia en los gestos, la melodía de las palabras y los detalles del amor. En fin, minucias olvidadas de algún espíritu que se resiste a morir. Chesterton, con su habitual clarividencia, apuntó de forma contundente: “Sin duda estamos en una novela, y lo que más me gusta de este novelista es que se preocupe tanto de los personajes secundarios”. La obsesión moderna por convertirnos en protagonistas de los días sin más decorado que nuestras ridículas pretensiones y falsas necesidades, ha dado como resultado lo esperado, sólo que rodeados de la más absoluta y fría soledad. ¿Para qué llegar a ser algo único si al final del camino nos quedamos solos?

Pero hay algo aún más terrible en este camino suicida en ese túnel bajo tierra, y es la pérdida de la libertad, ese viejo sueño de saciar nuestros vacíos con un equilibrio de bondades, fortaleza, pasión y cierta alegría. El problema es que, más que soñar, dormitamos entre ese insaciable ritmo que le imponemos al tiempo y un futuro tan incierto como lejano. Sin embargo, aún quedan voces que desde su rincón íntimo nos recuerdan que Dios se sigue acordando de los personajes secundarios; que la vida no consiste en golpes de efecto con aplausos de fondo, sino en una compleja laboriosidad donde cada minuto cuenta en la construcción de un presente con sentido; que nuestros fracasos son triunfos desde la perspectiva de un guerrero que tiene su mirada y su corazón en una estrategia de fondo para ganar, no sólo una batalla, sino la guerra.

(Extracto del prólogo al libro de Yolanda Tamayo "Para que no te duermas", noviembre 2007. por D.B.)