Usque ad finem

Usque ad finem, le dijo su tío, a pesar de sus defectos y de sus caídas. Su amor por él era grande, pero, lejos de quedarse en buenos sentimientos y sonrisas tontas, su comprensión se hacía real y práctica en estos momentos, cuando el joven Conrad se paseaba por Marsella con los bolsillos vacíos, varias deudas sin pagar, y sin posibilidad de encontrar trabajo debido a no tener los permisos necesarios por parte del país contra el que tanto había luchado su padre, Rusia.

En Polonia me sorprendió, como mínimo, una cosa:
Los polacos tienen una historia tan ensangrentada, tan trágica, tan confusa, tan dificil y tan cruenta, que es imposible de digerir desde nuestra vida autocomplaciente y de comodidad insulsa. No he visto más ruinas y cementerios por metro cuadradado en mi vida, a través de las decenas de pequeños poblachos que visité. Sin embargo, el capitalismo ha entrado con una fuerza tal, que los recuerdos tan recientes de miseria y muerte se están mezclando con el olor del euro a punto de entrar, lo que está provocando una esquizofrenía conversacional que te deja aturdido.

Valga este pequeño y tonto ejemplo: Un amigo polaco conduce su coche a 120 por hora por carreteras imposibles. Mientras me narra las historias de cada villa por la que pasamos, señalando lápidas que sobresalen de terrenos olvidados y recordando quién y porque hizo aquella matanza (alemanes o rusos, nazis o comunistas), pasa de esta negra charla a comentarme, como si nada, lo que cuesta cada carretera o edificio que se está restaurando, me señala cada empresa nueva que se está construyendo, los trabajadores que están metidos, lo que importan y lo que exportan, lo que cuesta el material que usan, lo que pagan la hora, lo que está previsto que ganen la próxima temporada, los cambios cuando el euro entre con respecto a la moneda polaca, las comparaciones con la economía de otros países... me comenta lo que le ha costado el coche, lo que vale la gasolina, y hasta sus zapatos, y de nuevo, me señala otras lápidas ya envejecidas y sigue con la terrible historia que produjo aquellos asesinatos; después vuelta a empezar.

Mientras caminábamos por la calle, me decía quién había trabajado en los acerados (mitad franceses, mitad polacos...), lo que había costado cada loseta que pisábamos, lo que se estaba invirtiendo para levantar varios edificios históricos... para después cambiar automáticamente el "chip", y narrarme de forma triste y algo airada la triste historia de la ciudad, destruida en un 70% por los alemanes en la segunda guerra mundial, y cómo sus abuelos sufrieron esa guerra bajo las botas nazis, unos años antes de que el comunismo se apoderara del ciudad y consumiera a sus padres, como a miles de ciudadanos más. Evidentemente, esta ha sido una de las muchas experiencias que he vivido allí, pero la imagen de mi amigo, joven, emprendedor, ilustra bastante bien el ambiente entre esta generación que emerge desde un sufrimiento indecible.

Apollo Korzeniowski empleó su vida para que su país natal fuera liberado de las ataduras de los países circundantes, que pensaban que Polonía era suya porque eran más listos que nadie. Pero su hijo huyó de su pasado oscuro y solitario, tenso y doloroso, para dejarse adoptar por otro país, y convertirse en unos de los escritores más importantes de todos los tiempos, Joseph Conrad. Quedarse en medio era una locura.

Y eso puede estar pasando ahora. El pasado y el futuro se dan la mano abriéndose paso entre la sangre de millones de inocentes que todavía bombea debajo debajo de los caminos y los campos, y la libertad de esclavizarse a nuestro vergonzoso sistema económico, una segadora implacable de la ética y la moral mas básica.

Que ciudad más bonita, Wroclaw.